La Noche de los Lápices también fue una historia de amor

Hace 49 años, en La Plata, tuvo lugar “La Noche de los Lápices”: el operativo que secuestró y desapareció a estudiantes secundarios que militaban y luchaban por el boleto estudiantil en la década del setenta. En medio del horror, Pablo Díaz y Claudia Falcone vivieron una historia de amor que hoy él rescata para mantenerla viva en la memoria colectiva.

  • * Por Delfina Farías

El 16 de septiembre de 1976 comenzó la tristemente célebre “Noche de los Lápices”. Esa noche, se inició con un macabro operativo conjunto de efectivos policiales y del ejército en el que capturaron a diez jóvenes que formaban parte de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), desde donde reclamaban por el boleto estudiantil gratuito para estudiantes secundarios. 

De los diez jóvenes secuestrados y posteriormente detenidos-desaparecidos sólo sobrevivieron cuatro. Uno de ellos, Pablo Díaz, cuenta de primera mano su experiencia de aquellos años oscuros.

Conocerlo y escucharlo

Pablo Díaz no era la persona que yo había pensado. Quizás fue por imaginármelo parecido a ese chico flaquito con rulos que aparece en la película “La noche de los lápices” de Hector Olivera. Quizás fue por estar pensando en esa foto de perfil vacía que me apareció la primera vez que le escribí. Pero ahí estaba él, con una sonrisa en la cara y haciendo chistes.

—¿A que no me reconociste? Ya no tengo pelo —me dice, riendo, porque no lo reconozco.

La historia de Pablo Díaz tampoco es lo que había imaginado. Cuando me senté con él no vi fantasmas dolorosos del pasado persiguiéndolo. Tampoco sus ojos denotaban cansancio o rencor por tener que contar su historia otra vez. Cuando comenzó la conversación supe del por qué.

La Cámara Federal era imponente. Todo alrededor parecía muy grande, teñido de madera oscura. Nadie sabía que estaba ahí sentado. Ni él mismo lo sabía con claridad. ¿Qué sentido tenía declarar? ¿Qué iba a declarar?

Pablo solo tenía una cosa en su cabeza: su novia y su familia. Ellos no sabían lo que había pasado durante su cautiverio.

—Peleate —había opinado Luis Moreno Ocampo, para que fuera a declarar y que dejara de pensar en ella.

Un hombre de bigote y anteojos le había dicho que “Iba a hacer historia”. Ese hombre era Julio César Strassera, el fiscal que se había animado a tomar las riendas de la investigación para poder enjuiciar a los responsables de todo ese horror.

Pablo formaba parte de algo enorme y no estaba consciente de eso. Ahora él estaba ahí, frente de ese enorme tribunal, delante de Strassera. Efrentando al mundo, enfrentando a quienes lo habían lastimado.

Los sillones de madera grabada donde se encontraban sentados los jueces imponían respeto. Cuando  empezó a hablar, todo el tribunal se sumergió en un abrumador silencio. Con su relato comprendieron que los horrores de la dictadura no solo habían alcanzado a los adultos, sino que adolescentes como Pablo y sus compañeros también habían sido víctimas de la persecución, el secuestro, la tortura y el asesinato. Los recuerdos de esos momentos se habían quedado grabados en su memoria, para toda la vida.

Antes de Banfield

Era septiembre y la primavera en La Plata comenzaba a sentirse. Eran las cuatro de la mañana y Pablo dormía profundamente. La bandera de Estudiantes de La Plata ondeaba encima de su cama.

La paz terminó cuando los encapuchados entraron a casa. El plácido sueño de Pablo se había acabado, bajó las escaleras y con una brutalidad enorme fue tirado contra el piso del living. 

Estaba consciente de lo que pasaba: tenía grabada en su memoria el secuestro de Patulo Rave el año anterior. Su boca besaba el suelo de tan apretado que lo tenían, después todo se pintó de negro.

No sabía dónde estaba. Lo último que había visto antes de que le vendaran los ojos fue a uno de los secuestradores robando el bolso de su mamá y la máquina de fotos de su hermana. Le habían calzado los zapatos de su papá a las apuradas y a cada paso que daba se le salían.

—Vamos a darle máquina —escuchó Pablo a lo lejos.

El primer pensamiento que tuvo fue: me van a poner en un polígrafo. Ojalá hubiese tenido razón. En realidad,l “darle máquina” se refería a la picana. Esa máquina se llevó todo de él, las ondas eléctricas calaban dolorosamente hasta sus huesos y lo hacían estremecer. El ruido que emitía era aturdidor, como chispazos que explotaban cada vez que la máquina se encendía.

—Matenme —dijo con voz débil cuando le volvieron a preguntar por nombres de sus compañeros. Sus extremidades estaban adormecidas. Pablo ya no quería nada más.

Cuando no había nada más que torturar, lo arrastraron por los pasillos de concreto. La venda cayó de sus ojos y débilmente comenzó a acostumbrarse a la luz y al entorno. Había más chicos que no recordaba conocer. Estaba tan aturdido que ya ni se acordaba de la última vez que había visto el sol. 

La puerta chirrió y detrás del chirrido entró un hombre. A lo lejos, pudo distinguir la sotana que asomaba por el cuello de su camisa. Era un cura. 

—Mirá, yo soy el cura de acá. Escuchame… va a haber fusilamientos, pibe —el cura lo agarró de los hombros —¿Te querés confesar?, ¿me querés decir algo?

Algo que no le cerraba. No habló.

Ser testigo

—Cuando volví a casa después de declarar, mi papá me estaba esperando en el escritorio. Me dijo que había puesto a toda la familia en peligro —sentenció Pablo.

En el estudio retumbaba su voz. Sus ojos nunca abandonaron los míos mientras hablaba.

—Ahí, en el juicio, sentí a Claudia más que presente. Yo tenía que mantener viva su memoria —sus ojos brillaron ante el recuerdo y su voz se quebró por un instante mientras sonreía.

En sus ojos no había dolor, sino el dulce recuerdo de su primer amor.

Banfield , el pozo de los sueños rotos

A Pablo lo volvieron a vendar y lo arrastraron otra vez hasta un lugar que para él resultaba aún desconocido. 

El traqueteo del auto o la camioneta —o lo que sea que fuera aquello en lo que lo transportaban— era persistente.

Cuando se detuvo, lo bajaron. No reconocía olores. El dolor de las anteriores torturas le carcomía el cuerpo. Las sogas que ataban sus muñecas ardían y apretaban mucho. Sus piernas temblaban, no podía moverse ni caminar correctamente. Una capa de mugre y transpiración se pegaba a su cuerpo, lo sentía a cada paso que daba.

Se abrió una puerta. El chirrido era similar al de la anterior. 

Se imaginó que el espacio donde estaba era grande, porque había mucho eco y murmullos a la distancia.

Unas manos callosas y grandes, cuyo dueño Pablo solo podía imaginar, tiraban de sus brazos y cuerpo de manera brusca para hacerlo caminar.

Los murmullos comenzaron a ser más fuertes y claros. Sus oídos se afilaron intentando comprender lo  qué pasaba a su alrededor. Reconoció las voces y su cuerpo se estremeció. Sus amigos, sus compañeros militantes estaban ahí. Aquellas manos lo arrojaron contra una pared. Pablo sintió el viento de la puerta de hierro cerrándose muy cerca de él. Sus manos empezaron a tantear el espacio y con su dedos reconoció una celda.

Desde las celdas continuas empezaron a chistar intentando saber quién era el nuevo. Reconoció la voz de Horacio.

—¿Pablo? ¿Sos vos? Soy yo, Horacio —lo escuchó decir. Su corazón se agitó dentro de su pecho.

—¿Horacio? ¿Están todos acá? —preguntó, rezando desde sus adentros para que ella no estuviera ahí —¿Claudia está acá? — dijo, preocupado.

Se escuchó una voz femenina, triste, quebrada de estar días encerrada.

—Sí, Pablo, estoy acá.

Claudia Falcone tenía 16 años y estudiaba en Bellas Artes. Pablo la había conocido militando en los centros de estudiantes de los colegios secundarios de La Plata. La admiraba cuando salían a luchar por el boleto estudiantil que tanto querían obtener para todos los compañeros. Ambos querían cambiar el mundo, pero los dos terminaron ahí.

Pablo pensaba, ¿Cómo iban a cambiar el mundo desde ahí adentro? Ellos iban a salir, tenían que salir. No sabía ni qué día era, ni si era de día o de noche, pero estaba seguro de que iban a salir. 

¿Cuántos días pasaron desde que estaban ahí?¿Por cuánto tiempo más iban a estarlo? Lo único que lo mantenía despierto era hablar con Claudia. Imaginársela en su celda, con su pelo negro y su hermosa sonrisa de siempre. Quizás usando harapos como los que él llevaba puesto en ese momento. 

Ella no estaba tan convencida de que iba a salir. Ninguno de los que estaban ahí lo creían. El tema era cómo pasar el tiempo hasta que aquellos hombres decidieran qué iban a hacer con ellos. A María Clara Ciocchini le gustaba rezar, a Horacio y a él hacer ejercicio.

—Dale, yo empiezo —dijo mientras se preparaba para hacer flexiones —Una, dos, tres.

Así pasaban el tiempo, soñando y jugando a que no estaban ahí.

Pablo no entendía por qué a María Clara le gustaba rezar. ¿Ahí?¿Dios? Él creía que si salían no iba a ser gracias a Dios, sino gracias a ellos mismos.

—¿Pablo?¿ Estás despierto? —la voz suave de Claudia rompió con el silencio. Él se levantó rápido para poder contestarle.

—Sí, sí, estoy despierto, buen día —dijo rápidamente.

—Hace mucho tiempo que alguien no me dice buen día —dijo Claudia, apagada.

—Claudia quedate tranquila que vas a poder salir —le contestó Pablo cuando escuchó su tono de voz —Vamos a salir juntos, ya vas a ver.

Su corazón se estrujó cuando Claudia lo negó y los sueños que tenía se empezaron a escapar por entre sus dedos.

A Pablo le gustaba Claudia, él quería una vida con ella.

—Cuando salgamos, ¿querés ser mi novia? Podemos salir a comer —empezó a soñar despierto —Te voy a llevar a comer. ¡Uy! que ganas de comer una milanesa con papas fritas.

Pablo sonrió de solo pensarlo. Volver a casa, era un hermoso plan.

—Es que no sé si vamos a salir de acá Pablo.

Se hizo el silencio.

—Dale animate un poco —dijo, intentando calmar los ánimos —¡Ya sé! Me invitás a comer, cocinas vos.

—Pero solo sé hacer paty —retrucó Claudia. 

Los días pasaban, las esperanzas de salir se empezaban disipar. Ni los rezos de María, ni los ejercicios de Horacio, servían para distender el tiempo.

—¿Claudia? —intentó empezar otra charla —¿Me cantás una canción?

—No sé. No tengo ganas —así como empezó el intento por alegrar ese lugar, se terminó.

Sea donde sea que estuvieran, ese lugar estaba rompiendo los sueños de Pablo y de todos sus amigos. 

La celda se abrió y rápidamente se armó un tumulto, una mano gruesa y callosa. Quizás la misma que lo había metido ahí en un principio —no podría saberlo—. Lo agarró del hombro y lo empujó hacia afuera. La venda fue arrancada de sus ojos, otra vez se tuvo que acostumbrar a la luz. ¿Era de día? ¿O de noche?

—Alegrate pibe, te pasan al PEN —le dijo el hombre uniformado.

—¿Eh?, ¿Qué es el PEN? —preguntó, totalmente aturdido, sin obtener respuesta.

Se lo empezaron a llevar y desde las celdas escuchaba los gritos de sus compañeros.

—¡Pablo!, ¡Pablo! —las voces eran casi inentendibles, todos hablaban uno encima del otro.

Pero la voz que quedó grabada a fuego en el corazón de Pablo fue la de ella. La de su primer amor. La vio por un instante y vio cómo sus ojos se inundaban de lágrimas.

—¡No te olvides de mí, Pablo! —gritó Claudia. Su tono era triste y roto. 

Fue la última vez que la vió y ahí comprendió una cosa: sus sueños estaban destinados a romperse en ese lugar. 

Se imaginó la escuela con todos sus amigos en la puerta. Se imaginó caminando por 44 y 1 con ella, para tomarse el tren juntos. Pero eran solo sueños, que se esfumaron dolorosamente en el fondo de su mente.

La Noche de los Lápices es una historia de amor

La historia de la Noche de los Lápices que yo tenía en mi mente se derrumbó en el momento en el que Pablo me miró y me dijo: “La Noche de los Lápices es una historia de amor”.

—Yo me enamoré de Claudia estando ahí, ella se enamoró de mí estando ahí —me miró Pablo —Nos enamoramos en los sueños que teníamos, en el salir, en el volver a la escuela.

La ternura con la que él habla de Claudia, como si los años no hubiesen pasado, como si ella siguiera al lado suyo, como si se hubiesen enamorado en la escuela y no en aquel horrible lugar. Como si el dolor y el miedo no los hubiese estado persiguiendo.

Pablo Díaz no era como yo lo había imaginado Entre sonrisas y recuerdos me hizo testigo de que aún en los lugares más horribles puede haber momentos de luz, de amor.

Y de que ese amor puede permanecer para siempre con uno.

—¿La extrañás? —me animé a preguntar.

—Todos los días —los ojos de Pablo brillaban cada vez que la recordaba—, pero sé que estas cosas son las que hacen que Claudia y el resto de los chicos sigan vivos en nuestra memoria.

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